sábado, 15 de diciembre de 2012

Para no olvidar

El barco de la muerte
El «Isla Panay», de la Compañía Trasatlántica Española copropiedad del marqués de Comillas, protagonizó uno de los episodios más tristes de los transportes de soldados desde Cuba

En junio de 1881, Antonio López y López, el primer Marqués de Comillas, fundó con otros socios la Compañía Trasatlántica Española. Su carrera como empresario naval ya cumplía casi cuatro décadas y había tenido su punto álgido en 1861 cuando se hizo con la concesión para el correo y el pasaje entre España, Puerto Rico y Cuba, subvencionado por el Gobierno. El negocio resultó tan prospero, que al poco tiempo el aristócrata advenedizo tuvo que reformar toda su flota para poder hacerle frente.

Esa fue una de las herencias que recibió Claudio López Bru, el segundo marqués, y que supo ampliar haciéndose con las líneas de otro marqués, el de Campo, que había sido el competidor de su padre. La adquisición suponía controlar también con el tráfico de Filipinas, Estados Unidos, América latina y las colonias africanas.

En aquel momento la inversión más fuerte consistió en comprar cuatro barcos para destinarlos al transporte que enlazaba la península con el archipiélago filipino y que fueron bautizados con los nombres de cuatro de sus islas: «Isla de Cebú», «Isla de Luzón», «Isla De Mindanao» e «Isla de Panay». Además de llevar mercancías y correo, disponían tanto de camarotes de lujo como de otros destinados a los emigrantes más humildes. Su ruta partía de Barcelona y llegaba hasta Ilo Ilo y Cebú tras hacer escalas en Port Said, Adén, Colombo y Singapur.

Hoy vamos a contarles el triste papel que jugó uno de ellos en la historia de España el «Isla de Panay». Era un vapor a hélice con casco de hierro de dos cubiertas corridas, botado el 19 de Junio de 1882 en unos astilleros del puerto escocés de Greenock y matriculado en Barcelona por la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que lo tuvo en su flota hasta que fue adquirido para el servicio de la Compañía Trasatlántica.

En 1894 se reformó en el astillero que la Compañía tenía en Matagorda, cambiando su maquina por otra más moderna de triple expansión y se adecuaron los alojamientos para pasaje y tripulación dotándolos de todos los adelantos de la época, lo que incluía barbería, panadería y repostería, con magnifico horno de vapor para mil raciones; dos cocinas, botica y enfermería, y hasta una gran escalera de mármol y roble que, según se leía en los comentarios de prensa, «por sus dimensiones y por la talla monumental que forma su pasamanos, podría muy bien figurar en un palacio».

Ya se sabe que las monedas tienen una cruz y una cara. Cuando se lanzó al aire la de la guerra de Cuba, la cruz llegó para los humildes que fueron mandados a morir por unos intereses que no eran los suyos, mientras cayó de cara para quienes controlaban el enorme negocio que suponía el transporte de soldados a la colonia y la repatriación de heridos hacia la metrópoli.


El «Isla de Panay», era sobre todo un barco de gran capacidad, y olvidando su elegante vocación de trasatlántico, se le destinó a estas funciones. En octubre de 1896 su nombre llegó a los diarios por haber sido el escenario de un controvertido episodio protagonizado por el líder filipino José Rizal, quien se embarcó en él rumbo a España, según algunos con la intención de prestar servicio como médico en el ejército español que luchaba en el Caribe.

A pesar de que el capitán general de Manila había creído sus intenciones y le dio una carta de recomendación para el ministro de la Guerra, los antecedentes independentistas pesaron más y fue detenido a bordo; luego, ya en Barcelona, se le obligó a hacer el mismo viaje de vuelta para que fuese fusilado en su tierra.

Poco después, el «Isla de Panay», ya estaba prestando servicios en América y su nombre ha pasado a los anales de la navegación vinculado a la repatriación de heridos desde Cuba, que retornaban a casa en condiciones penosas a causa de las heridas y las enfermedades tropicales.

Se ha escrito que tras el desastre de 1898, una de las primeras órdenes de los vencedores norteamericanos fue acelerar la evacuación de los cuarteles y hospitales que estaban abarrotados de soldados españoles y que el «Isla de Panay» destacó en este cometido haciendo viajes constantes a Santander y sobre todo a La Coruña. Se sabe que llegaron a habilitarse hasta los baños y algunos retretes como dormitorios, de modo que en una ocasión pudo llevar a bordo a 1.892 viajeros entre militares, enfermos, mujeres y niños; pero incluso en aquel viaje solo murieron 2 soldados y nacieron 2 niños, aunque uno de ellos también falleció a las pocas horas.

Esto no parece extraño si tenemos en cuenta la situación de caos que creó el almirante yankee amenazando con bombardear la antigua posesión española si no se desalojaba. De modo que la huida fue masiva y apresurada: según un informe de la Cruz Roja sobre lo sucedido en La Coruña, a fecha de 16 de noviembre de 1898 habían llegado a este puerto 44 vapores, con un total de 20.421 repatriados.

Cuando desembarcaban estaban famélicos y enfermos por el bloqueo alimenticio y de medicinas que EE UU impuso a la isla durante los 4 meses que duró la guerra, y no llevaban consigo más propiedades que los harapos que vestían, ya que la mayor parte de las guarniciones tuvieron que sobrevivir a aquel periodo alimentándose a media ración y sin poder recibir ningún suministro, así que no es de extrañar que en muchos casos los recién llegados acabaran ingresados en diferentes sanatorios y hospitales militares gallegos.

Todo esto es sabido, pero no sucede lo mismo con el capítulo más negro entre las singladuras del «Isla de Panay». Ocurrió en septiembre de 1897, cuando la isla aún dependía de nuestro Gobierno y estuvo unido directamente a la avaricia de los dueños de la Compañía Trasatlántica, que logró tapar la indignación que se produjo entre la anonadada población coruñesa. Sin embargo, la censura no pudo impedir que una pequeña parte de la prensa lo publicase, y entre quienes se atrevieron a hacerlo estuvo «El Eco de Mieres», cuya lectura y posesión, como pueden suponer, estaba prohibida en el Coto de don Claudio López Bru.

El número 54, de dicho semanario, publicado el 2 de octubre de 1897, se escandalizaba por lo sucedido en aquel viaje, dando los detalles exactos del drama que se había vivido en alta mar. El «Isla de Panay» había llegado a La Coruña después de embarcar en La Habana 771 pasajeros, la mayoría de tropa, pero en el viaje habían fallecido 68 y 3 más arribaron en tal estado que también dejaron la vida en la gabarra encargada de llevarlos a puerto desde el buque. Además, según las informaciones que llegaban desde la ciudad gallega, antes de adentrarse en el Océano, el vapor correo había dejado a otros 58 soldados agonizantes en Puerto Rico.

Para el periodista, que recogía la indignación popular, la bandera de la Compañía Trasatlántica Española, que ondeaba en la popa de la nave simbolizaba «una empresa feliz para la cual los infortunios nacionales son negocios y las desdichas de la Patria se manifiestan aumentando de un modo considerable los dividendos de los accionistas» y comentaba con una ironía despiadada que, en las profundidades, los tiburones tendrían que gritar ¡Viva Comillas!, porque los voraces animales que se tragaban los pedazos de los soldados españoles seguramente encontraban un parentesco entre ellos mismos y el negociante «tiburón patriótico que con tanta limpieza sabe digerir los millones de duros que le proporciona la Guerra de Cuba».

No quiero seguir extendiéndome en los piropos que recibió en aquella crónica el señor marqués -no por falta de ganas, si no de espacio-, pero pueden ustedes improvisar los suyos después de conocer un dato que les va a aclarar muchas cosas: las tarifas que animaban a nuestro católico prócer ascendían a treinta y dos duros de la época por cada hombre que llegaba sano a Cuba y otros treinta y dos por repatriarlo cuando ya se había convertido en una piltrafa.

El tiempo hizo que lo ocurrido en aquella desdichada y vergonzosa contienda fuera olvidándose, pero el «Isla de Panay» siguió unido a lo poco que quedó de nuestro fantástico imperio colonial y tuvo el final más digno que puede esperar un barco, ya que se salvó del desguace con un naufragio honroso cuando prestaba servicio en Fernando Poo.

Fue en la noche del 7 de Diciembre de 1.929, tras embarrancar en un bajo llamado Los Primos entre Santa Isabel y San Carlos. Los supervivientes dijeron que serían casi las tres de la mañana cuando se oyó un ruido sordo debajo del barco, como si hubiese tropezado con un arrecife, y que al ir muy despacio evitó partirse por la mitad; comenzó a inclinarse lentamente y se hundió ante la vista de todos, posándose suavemente en el fondo. Allí debe de estar aún?junto a la conciencia del señor marqués.

No hay comentarios: