Zarpa el transatlántico comercial
EE UU y Europa intentan lograr un histórico acuerdo de libre comercio
Pero aún debe superar una negociación muy compleja
El Capitolio, en Washington, se transfiguró en muelle. Y la proclama del presidente de EE UU, Barack Obama —“Hoy lanzamos las negociaciones para lograr un amplio acuerdo transatlántico con la Unión Europea, que creará millones de empleos”—, jaleó la botadura del mayor tratado bilateral posible, un gigantesco transatlántico repleto de medidas comerciales. “Daremos forma a la mayor zona de libre comercio del mundo”, coreó el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. La estela del anuncio aún se percibe en la espuma que levantan las expresiones de analistas y académicos: “la OTAN del comercio”, “el Leviatán atlántico”, “la madre de todas las negociaciones comerciales”. Pero, en dos meses de lenta singladura, ya se atisban escollos de todo tipo, que anticipan una navegación tormentosa hasta lo que se patrocina como el mejor puerto posible.
La idea de un acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Europa no es nueva. Y casi siempre se quedó ahí. El transatlántico comercial abandonó el terreno de las ideas en Madrid, en 1995. Pero, durante una década, el proyecto quedó en el astillero de aquella cumbre EE UU-UE, con los esfuerzos de ambos bloques comerciales centrados en la Organización Mundial del Comercio (OMC). En 2007, cuando la Ronda de Doha ya boqueaba, Washington y Bruselas se aprestaron a acelerar “el desarrollo de la integración económica transatlántica”. Pero a los pocos meses, la iniciativa encalló en los mismos asuntos —subsidios a la agricultura y a la aviación, seguridad alimentaria— que les separaban en la OMC.
“Esta vez la negociación no fracasará porque se rechace desinfectar pollos con cloro”, afirmó el comisario ede Comercio, Karel de Gucht, en un encuentro en Bruselas con varios medios europeos, entre ellos EL PAÍS. La referencia —que mimetiza cada vez que tiene ocasión el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Guido Westerwelle, otro valedor del acuerdo con EE UU—, al conflicto que quebró las negociaciones hace un lustro no es baladí: Francia, el país más renuente a un streaptease normativo integral por el libre comercio, encabezó aquel bloqueo.
“¿Por qué es más fácil tener éxito esta vez? Porque necesitamos tener éxito”, sintetizaron fuentes comunitarias. El sector exterior ha sido la única fuente de crecimiento para la inmensa mayoría de países europeos en estos años de crisis, a lo que se une la necesidad imperiosa de revertir el déficit exterior en las economías más golpeadas (Grecia, Portugal, España o Italia). “Vamos a ver más presión, y de más países, al otro lado del Atlántico para avanzar de la que hemos visto en el pasado”, pronóstico Obama poco después de su anuncio.
“Europa desea más este acuerdo que EE UU, y eso anticipa más concesiones”,subraya Federico Steinberg, investigador del Real Instituto Elcano. Pero el profesor de Economía de la Autónoma de Madrid avisa de que el acuerdo que se persigue “por ambicioso, es más complicado y difícil de lo que se anuncia”. La vía elegida por De Gucht y el ex representante estadounidense de Comercio Exterior, Ron Kirk, ha sido sortear los problemas habituales por elevación: las negociaciones sobrepasarán el tradicional ámbito de la rebaja de aranceles para apuntar a la armonización de todo tipo de leyes, exigencias administrativas, certificaciones o subsidios que ponen en desventaja a las empresas cuando tratan de exportar sus mercancías, vender sus servicios o invertir al otro lado del Atlántico.
“Iremos mucho más allá de lo que podríamos esperar ahora de una ronda multilateral en la OMC”, aventuró De Gucht. La ambición se extiende a los plazos: Bruselas y Washington quieren cerrar la negociación en 2014, que el tratado transatlántico entre en vigor tres años más tarde.
Entre Europa y Estados Unidos aún circula un tercio de los intercambios del mundo, pero “el comercio bilateral se ha estancado en la última década”, como señala el informe de impacto económico de la Comisión, que también refiere que el margen de ganancia por la simple rebaja arancelaria es limitado: en promedio, las tarifas aplicadas por UE a las importaciones estadounidenses es del 5,2%; en sentido contrario, es apenas un 3,5%. Eso sí, hay picos notables, como es el caso del arancel europeo a la industria del motor y varios alimentos elaborados; o de las tarifas que fija EE UU al tabaco (un Himalaya del 350%).
La conclusión del grupo de altos funcionarios que ha madurado el proyecto es que, además de la rebaja arancelaria, hay que ir a por una homologación en las normas que rigen todo tipo de actividades económicas. Para estimar cuánto se ganaría en el intento, se encargó un informe al Center for the Economic Policy Research (CEPR). El ejercicio, parte de una amplia encuesta a empresarios de las dos orillas, que recoge su percepción de las barreras no arancelarias en cada sector. El resultado, tamizado por el peso económico de cada actividad, la sensibilidad del negocio a futuros cambios normativos y combinado con las rebajas arancelarias, arrojaría datos espectaculares en algunas áreas: el acuerdo más ambicioso llevaría a triplicar los intercambios de la industria del automóvil en una década. Y podría aumentar en un 75% las exportaciones estadounidenses de alimentos elaborados a Europa; o en un 35% la venta de productos químicos europeos al mercado de EE UU.
En total, las ventas europeas al mercado estadounidense aumentarían un 28% en la primera década de aplicación del acuerdo. En el camino de vuelta, las exportaciones de EE UU se elevarían hasta el 36%. En el escenario más ambicioso, el PIB de ambos bloques comerciales se elevaría en torno al 0,5% anual como consecuencia del tratado comercial.
Más allá de las cifras, el estudio apuntala tres lemas: la convergencia en las normas puede dar lugar a grandes ganancias comerciales, sobre todo en determinadas industrias; la simplificación y el acceso a mercados de consumo mucho más amplios empujaría la productividad, clave ante la pujanza de los emergentes. Y el pacto bilateral impulsará el comercio mundial, en la medida que otros países aprovechen (y secunden) la unificación de normas.
“Pocas veces será posible cambiar las normas para que sean similares”, conceden fuentes comunitarias, “pero cuando el nivel de protección ya es parecido, y eso pasa en muchos sectores en este caso, puede bastar con el mutuo reconocimiento”. Los altos funcionarios de la Comisión esgrimen ese “mutuo reconocimiento” como un atajo. Y brindan un ejemplo: Estados Unidos y Europa exigen un nivel de seguridad similar a los coches, pero para alcanzarlo exigen el cumplimiento de medidas distintas. Si el certificado europeo valiese para EE UU (o viceversa), se evitarían modificaciones que, según Bruselas, elevan los costes hasta un 20%.
A bote pronto, es una idea sencilla y con muchas probabilidades de prosperar, ya que las compañías del motor, a ambos lados del charco, la respaldan. No es el caso para la mayor parte de la regulación conflictiva. Entre otras cosas, porque responden a delicados equilibrios a 27, en el caso de la UE. O porque afectan también a las competencias de medio centenar de gobiernos estatales, en el caso de Estados Unidos.
Las normas europeas prohíben o restringen con dureza los cultivos transgénicos, el uso de hormonas de crecimiento en el ganado, los suplementos alimenticios o la aplicación masiva de antibióticos, lo que provoca las recriminaciones estadounidenses desde hace años. Las autoridades de EE UU también creen que las denominaciones de origen europeas son una vía enmascarada de proteccionismo, que se suma a los aranceles, más altos en el sector agrario europeo.
A su vez, Europa exige a la Administración Obama que derogue la cláusula Buy American, que impide a las compañías europeas optar a contratos públicos. O que abra el transporte naval y el transporte aéreo —las líneas internas están casi vedadas a compañías europeas— a la competencia. No es el único foco de conflicto en el sector: los subsidios a Airbus y Boeing son fuente habitual de tensiones, y EE UU reprocha a la UE que haga pagar a sus compañías aéreas la tasa por emisiones contaminantes.
Es también tradicional la exigencia norteamericana de que Europa evite proteger la industria audiovisual (en detrimento de Hollywood) o de que fortalezca la protección de la propiedad intelectual (para favorecer a sus punto.com). Por contra, las autoridades europeas piden más facilidades para desarrollar el negocio bancario o de seguros en EE UU. El reconocimiento de credenciales para trabajar como ingeniero, abogado, o arquitecto es trabajoso a ambos lados del charco. Y los procesos para certificar la seguridad de todo tipo de productos, desde medicamentos a equipamiento electrónico, son muy distintos.
Las negociaciones deberán lidiar con los recelos de diversos sectores de la sociedad civil. Los activistas en favor del acceso universal y gratuito en Internet, que ya presionaron para tumbar sendas iniciativas antipiratería en Washington y Estrasburgo han dado la voz de alarma. El foro transatlántico de consumidores ha remitido una detallada reflexión sobre la iniciativa. “Queremos transparencia, que nos tengan en cuenta. Hasta ahora, los contactos con la industria son mucho más intensos y decisivos”, señala Conchy Martín, la representante española en el foro. La mayor preocupación es que la negociación erosione exigencias en seguridad alimentaria, protección ambiental o privacidad de datos, añade.
Los agricultores del Viejo Continente también están en guardia. “En Europa, con muchas dificultades, pese a la presión enorme de la industria transgénica, se intenta avanzar en seguridad alimentaria”, sostiene Javier Sánchez, coordinador europeo de Vía Campesina. “Cuando Barroso nos explicó en el comité económico y social europeo lo que pretende, todos miramos a Francia”.
Frente al entusiasmo de Washington, Berlín, Bruselas o Londres, el Ejecutivo de Hollande opone cautela y reservas. “Podemos ganar todos, siempre que no nos aceleremos”, indicó hace dos semanas la ministra de Comercio francesa, Nicole Bricq. Cualquier avance en el uso de hormonas de crecimiento o en la autorización de transgénicos, avisó, dará al traste con la negociación. Y marcó otra línea roja: “Queremos fuera de la negociación todo lo que tenga que ver con la cultura”.
“Si cada uno empezamos a hacer excepciones, el acuerdo quedará muy descafeinado”, rebate el secretario de Estado de Comercio español, Jaime García-Legaz, quien sostiene que el apoyo entre los 27 a las negociaciones es “abrumador”. “Alemania, Reino Unido, Italia, Holanda o Austria están claramente a favor. Y Francia no está en contra”, tercia, diplomático. Sobre la posición española hay pocas dudas. El propio García-Legaz, participó en un estudio colectivo en favor de un área de libre comercio, en FAES, la fundación del PP. Y acaba de publicar una ampliación del estudio junto al economista estadounidense Joseph Quinlan.
García-Legaz coincide con la visión de la Comisión: “Hay que ir a por un acuerdo ambicioso, cuanto más amplio, mejor para España. Las empresas españolas han ganado presencia en el mercado estadounidense, se beneficiarán de normas más abiertas”. Y destaca el parón de las negociaciones en la OMC como un factor determinante en la proliferación de tratados regionales y bilaterales.
Porque EE UU y Europa no solo tantean un camino en común. Ambos han cerrado tratados con Corea del Sur en los dos últimos años. La Administración Obama negocia una zona de libre comercio transpacífica con otros ocho países, unas conversaciones a las que se acaba de incorporar Japón. Tokio también ha empezado a hablar con Bruselas, que última un tratado con Canadá, tras cerrar un pacto con Singapur. En la recámara, conversaciones con Mercosur y la India, más rezagadas. Washington y Bruselas lo niegan, pero todo apunta en la misma dirección: aislar a China para forzarle a abrir su mercado, a que eleve exigencias ambientales y laborales. “Están intentando reescribir las reglas del comercio internacional a nuestras espaldas”, afirmó un alto funcionario chino al Financial Times esta semana.
Pero antes de que se desencadene el temporal en Oriente, Washington y Bruselas tienen un mar de negociaciones por delante. En el horizonte, las elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2014, el fin de mandato de la actual Comisión, y los comicios estadounidenses cinco meses más tarde, determinan un calendario diabólico.
“Es demasiado complejo para cerrarlo en un año”, concede García-Legaz. Sobre todo cuando la distancia entre las palabras y los hechos es ya significativa. Obama aún no ha encontrado sustituto a Kirk como representante de Comercio Exterior, mientras que el interino en el cargo lamenta los recortes presupuestarios ante los múltiples frentes abiertos. El presidente de EE UU tampoco ha hecho movimiento alguno para pedir una autorización especial al Congreso (fast track), sin la que la opción de una negociación rápida y determinante mengua. En Europa, De Gucht todavía tiene que lograr que los líderes de los Veintisiete aprueben un mandato, que balice las discusiones, antes de junio. El transatlántico del comercio apenas ha dejado atrás la dársena de las buenas palabras. Aguarda una travesía incierta.
Fuente: el país
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