lunes, 19 de noviembre de 2012

Artículo curioso... para no marinos

Así viaja todo
En este instante, 16 millones de cajitas metálicas navegan de un lado a otro del planeta. De Algeciras a Hamburgo, nos subimos a uno de los mayores buques de carga del mundo. Una aventura en el mar tras la pista de los contenedores.

El capitán ha dormido poco. Fuma mirando a estribor desde lo alto del puente. Expulsa una bocanada y el humo se pierde en la noche. No le gustan los barcos nuevos, murmura. Ni los buques demasiado grandes. Y en estos momentos, si uno palpa la barandilla, siente un motor de 93.000 caballos al ralentí. Su vibración recorre como un ejército de hormigas este cascarón de acero botado hace apenas un mes. Nos encontramos a bordo de uno de los buques portacontenedores más grandes del mundo, el Hanjin America, con 366 metros de eslora, 48 de manga y capacidad para 13.100 cajas metálicas de 20 pies (TEU, por sus siglas en inglés, la medida estándar en el mundillo; seis metros de largo por 2,3 metros de ancho y alto). Cargado, su peso supera las 180.000 toneladas. Un acorazado cuyo aspecto, desde el muelle, recuerda a una escultura de Richard Serra. Lisa, oscura, inabordable. Para alcanzar la cubierta desde la dársena hay que trepar un centenar de peldaños por unas escaleritas acopladas a un costado. Aunque de las proporciones elefantiásicas empezamos a ser conscientes algo antes, mientras se llevaba a cabo la carga y descarga en el puerto de Algeciras (Cádiz). Previamente al embarque, nos dejaron subir a la cabina de una de las grúas, un huevo acristalado suspendido a 45 metros de altura, desde donde el gruista manejaba una garra amarilla sobre la panza del America. “Sujetaos”, nos dijo el tipo con el cinturón abrochado. Dirigía la operación mirando entre sus pies una caída de vértigo, con un joystick en cada mano. El ritmo óptimo de trabajo, nos contó, rondaba los 40 contenedores por hora. Su productividad aparece al instante en una gráfica en las pantallas de la torre de control. Los estibadores sienten esa presión en el cogote. Cuanto antes zarpe el barco, mejor. Por eso, el orden de carga y descarga se planifica al detalle; del primer contenedor al último, como si se tratara de un guion para resolver un cubo de Rubik. Se pagan millonadas por programadores con talento para la logística. “Cada minuto de atraque supone dinero. Navegar, en cambio, es casi gratis”, nos había avisado Fernando González-Laxe, expresidente de Puertos del Estado.

La orquesta produce un ruido ensordecedor. Una mezcla de tambores metálicos y chirridos de acordeón punteados por una melodía de sirenas. Durante el proceso, el muelle se vuelve un inmenso tablero de ajedrez por donde cruzan máquinas extraterrestres. Un ejército de arañas mecánicas de cuatro metros de altura con seis ruedas trincan los contenedores a los pies de las grúas como si fueran piezas de Lego. En Algeciras, el America descargó 1.163 contenedores procedentes de China, Singapur y Corea del Sur. Cargó 24, rumbo al norte de Europa, hacia donde seguía la ruta. Uno de ellos, por poner un ejemplo, llevaba cerámicas valencianas cuyo destino final sería Noruega, previo transbordo en Hamburgo.

En lo alto del puente, apoyados en la baranda a unos 30 metros de altura, la brisa amortigua el martilleo de otro buque. Tras 10 horas, las labores han concluido en el Hanjin America. Mientras esperamos al práctico local, un especialista en desatracar el barco y guiarlo por la bocana, el capitán exhala otra nube de tabaco. Su rostro de color crema, moteado con pequeñas manchas, resulta inescrutable y vacío de expresión, similar al mapa de un desierto. Algeciras vibra en sus gafas cuadradas. Y nos habla de aquella imponente bahía de Río de Janeiro y de las “señoritas” brasileñas, dice así, en castellano. Viajes de otro tiempo. Es surcoreano, de 56 años. Un hombre pulcro y fibroso, con el pelo perfectamente colocado en una raya. Lleva 33 años navegando. Ha visto el mundo hacerse más pequeño; el aumento del tráfico marítimo; el salto tecnológico; el aluvión de contenedores. Mientras habla, el radar comienza a girar sobre el puente. Las grúas españolas alzan sus brazos en señal de despedida. Es casi medianoche. Hora de que este estadio flotante continúe rumbo al norte hasta completar la mitad del trayecto en Hamburgo. Allí dará media vuelta y regresará a casa 77 días después.

La maniobra de desatraque se convierte en una experiencia interestelar. Brillan las lucecitas de otros barcos y los faros. En el puente, el silencio es denso como la niebla inglesa que encontraremos más adelante. Solo se oye la voz de nieve de la radio, el zumbido omnipresente del motor. El capitán da un paso atrás y cede la batuta al práctico. “Midship”, dice este mirando a proa. “Midship, sir”, responde el timonel indonesio. Y va dando órdenes con el barco a dos nudos y la ayuda de dos pequeñas embarcaciones remolcadoras que tiran del America hasta dejarlo en lugar seguro. El práctico se despide y se descuelga por una escala hasta la cubierta de uno de los barquitos. En el puente quedan el capitán, su café humeante, el primer oficial y el timonel. Las luces de la sala son rojas y moradas, para no empañar la visión, y esto acrecienta la sensación de viaje galáctico. En la enorme consola con forma de doble U que preside la sala, el timón se encuentra en el piquito del centro, y hay dos pantallas a cada lado, en perfecta simetría. El capitán se sitúa en la U de la derecha, y dirige sin pulsar un botón, tieso como un mástil, dando instrucciones con la mirada en la noche y una voz suave y educada. El primer oficial se encuentra en la U de la izquierda, y pasa el rato trazando rutas a lápiz sobre las cartas marítimas con una escuadra y un cartabón. Una de las pantallas, la S-radar, muestra una sucesión de anillos alrededor de un centro (nosotros) e identifica los objetos circundantes. Los otros barcos se manifiestan como triángulos amarillos con cola azul celeste, su estela. El programa es capaz de predecir la trayectoria y un posible impacto. A la altura de Tarifa, por ejemplo, esquivamos el transbordador Santa Cruz de Tenerife. Por decirlo de alguna manera, nuestro buque le saca un par de cabezas. Apenas se siente el oleaje, nos hace notar el capitán. Solo le inquietan las ondas a partir de seis metros. Es decir, las propulsadas por un tifón. La otra pantalla, ECDIS, muestra la carta de navegación electrónica a gran escala, y nos observamos a vista de pájaro, una mancha pixelada entre Europa y África.

Con el mar abriéndose, el capitán enciende el último pitillo, se sienta en una silla y sorbe su café como un espectro. Otro día en el calendario, el 29º desde que zarparon de Kwang Yang, en Corea del Sur. Primer viaje en este cascarón construido por Hyundai Heavy Industries (empresa líder del sector; Corea es el gran astillero de buques mercantes), cuyo precio ronda los 120 millones de dólares. El America, propiedad de Hanjin, séptima naviera del mundo, y con bandera de Isla de Man (Reino Unido), pertenece al selecto grupo de los 50 buques con mayor capacidad del mundo. La guerra del comercio ha ido dictando esta lógica colosal: un barco mayor lleva más carga a menor coste. Son décimas por cada unidad. Millones en la cuenta de resultados. La danesa Maersk posee las naves más rotundas del planeta, Emma y sus hermanas, construidas en 2006 con espacio para 15.000 TEU. La próxima generación rondará los 18.000. Fantasmas sin apenas tripulantes.

Cada mañana, la vida en el America comienza temprano. El desayuno se sirve entre las siete y las ocho, pero a esa hora la cantina es ya un desierto. El ayudante de cocina nos sirve un huevo a la plancha con un pellizco de peces secos, salados y diminutos como uñas recién cortadas. Quizá boquerones, quién sabe. A primera hora de nuestro primer día a bordo comenzamos a ser conscientes de la barrera cultural que marcará el viaje; 22 personas componen una tripulación radicalmente partida en dos: 11 coreanos y 11 indonesios que se comunican con un inglés gutural y farragoso. Los primeros son oficiales y maquinistas, personal formado en una de las dos grandes escuelas marítimas de Corea. Los segundos, del marinero al engrasador, pertenecen al escalafón más bajo, su salario de partida son 10 dólares al día, y suelen comenzar sus frases con un “yes, sir” o “no, sir”. Todos almuerzan y cenan a la misma hora, pero en comedores separados. Sus salas de recreo se encuentran en distintas plantas. Digamos que hay dos mundos a bordo. Norte y sur.

El capitán le asigna nuestra custodia a un coreano elástico, con pelo alocado y gafas de pasta, llamado Kang Hangul, el “oficial de múltiples tareas”, un chico para todo, de 25 años, cuyos ojos, siempre a medio cerrar, le confieren un aire somnoliento. Nuestro guía chapurrea algo de español y nos pregunta por “er crásico” que acababa de disputarse en Barcelona (concepto futbolístico por el que se interesó el 80% de la tripulación). Después de desayunar nos entrega un casco, unos guantes y un par de tapones para los oídos y nos lleva a conocer el mundo exterior. Abandonamos la superestructura, así llaman a esta torre de ocho plantas donde se hallan los camarotes, la cantina y el puente; el lugar donde transcurre la vida de estas personas, moviéndose arriba y abajo en ascensor. El exterior, en cambio, es inhabitable. Cruzamos una escotilla detrás de Kang y nos damos de bruces con la realidad del comercio mundial: un muro de contenedores que se pierde de proa a popa y cubre casi cada milímetro de la cubierta en bloques de cinco pisos aquí, cuatro allá, seis más adelante y así hasta el fi­­­nal, como el resultado de una mala partida de Tetris. Solo que aquí todo está medido para mantener la estabilidad del buque. Los ladrillos metálicos se menean con el vaivén del mar, haciendo clon, clon, clon en sus entrañas, y un chirrido se mezcla con el rumor de las olas. Ahora mismo, el America no se encuentra ni a la mitad de carga; lleva el equivalente a unos 6.000 contenedores de 20 pies, pero podría api­­lar torres de hasta nueve cajas, unos 20 metros de altura. Normal que en la superestructura los camarotes respeten cierto orden jerárquico: a mayor número de ga­­lones, más alto está su habitáculo; porque enseguida le plantan a uno un contenedor en la ventana y queda sumido en las tinieblas.

El segundo día a bordo, nuestro guía de pelo alocado nos conduce a un lugar irreal, atravesando dos escotillas en la panza del buque: las bodegas. Para que nos hagamos una idea, nos muestra una de las bahías de contenedores vacías. A su lado se levanta un imponente muro de 11 cajas. Observamos la caída de 25 metros desde una pasarela en lo alto. La cueva se encuentra sellada por una plancha de acero de 60 metros cuadrados por donde se cuelan unos débiles rayos solares. Las luces fosforescentes se reflejan en pequeños charcos y humedades. El eco incrementa el repiqueteo de la mercancía. Este sitio nadie lo frecuenta. Da escalofríos. Cosco, Hanjin Shipping, China Shipping, Evergreen, se lee en los lomos de chapa. Pasajeros inanimados, precintados y numerados. Con predominio de verdes, azules y una amplia gama de marrones. Una de las formas más rentables de transporte. La única que crece a una tasa mayor que la economía mundial. La más estandarizada.

En este instante hay cerca de 16 millones de contenedores a bordo de uno de los casi 5.000 barcos portacontenedores que unen las grandes fábricas del mundo con sus ávidos consumidores; las huertas de un hemisferio con las mesas del otro; la chatarra de un país con las fundiciones del lado opuesto. En 2011 se transportaron 1.385 millones de toneladas de mercancías en el interior de estas arcas, un 15% de la carga total por mar (la principal partida tras el petróleo, las materias primas a granel y los cereales, que viajan en cargueros especiales); y se registró un tráfico de 564 millones de TEU, un 9% más que el año anterior. Desde 2000, su uso se ha incrementado un 250%.

Aunque existe memoria de artilugios similares, el contenedor, tal y como lo conocemos, lo patentó en 1954 un camionero estadounidense bajo el nombre “aparato para el flete marítimo”, y consistía, burdamente, en subir el remolque de un camión a bordo de un buque, para luego descargarlo y engancharlo a otro camión. O a un tren. El caso era ahorrar tiempo y dinero en las conexiones. Sin riesgo, asegurando la carga, en recipientes duros y reutilizables. En 1956, 58 remolques zarparon del puerto de Newark (Nueva Jersey) en el buque Ideal X y arribaron a Houston (Tejas) seis días más tarde. Fue la primera hazaña. Diez años después, un contenedor completó su primera ruta transatlántica. Desde entonces, su expansión ha navegado al ritmo de la deslocalización económica. Cada taller que echa el cierre en Europa o en Estados Unidos abre la vía a un nuevo barco hasta arriba de cajitas. China es la gran lanzadera. La fábrica del mundo. El corazón que bombea estos ladrillos de metal pletóricos de manufacturas y los reparte desde sus puertos: Shanghái, Hong Kong, Shenzen… En el gigante asiático se localizan seis de los diez puertos con mayor volumen del planeta. En Asia se encuentran los ocho primeros. El continente suma el 60% del tráfico mundial de contenedores. De allí parten las dos grandes autopistas del mar hacia Estados Unidos y Europa. Las arterias por donde circula la sangre que hace girar el mundo; las muescas que agrietan las balanzas comerciales de los países acomodados: por cada 100 euros importados de China, España exporta solo 20. Los barcos arriban de oriente hasta los topes. Regresan con los bolsillos vacíos. Y el precio del flete refleja la asimetría: mover un contenedor de Asia a Europa ronda los 1.250 euros; por poco más de 200 euros le sacas el billete de vuelta. Pero los precios fluctúan como las olas que encontramos al avistar tierra inglesa.

A las 12.55 del huso horario en el que se encuentre, los altavoces del America hacen sonar una música de feria. El aviso del almuerzo. La llamada se repite a las 17.55 para notificar la cena. Un día tras otro. Sin descanso. Las rutinas a bordo se mantienen intactas, la única sorpresa son los alimentos. “Tenemos suerte de llevar al mejor cocinero de la empresa”, nos dijeron varios tripulantes. Mientras picamos de una ensalada (parece col, quizá lo sea) y masticamos algo similar a una gruesa tortilla de camarones, pero cuyo sabor, en la boca, resulta el de un filete de cerdo empanado, el capitán nos dice: “Todo aquí va muy lento”. Frente a él, cada uno de los 77 días a bordo, se sienta el jefe de máquinas, un tipo muy serio y de su misma edad. El resto de oficiales y maquinistas no superan los 31 años. El viaje se convierte en una especie de tutelaje. Una escuela marítima en la que coreanos imberbes asumen responsabilidades inmensas.

De la magnitud del asunto nos dimos cuenta una de las noches, cuando el buque dejaba atrás Galicia. Después de jugar al pimpón en el gimnasio nos dejamos caer por la sala de esparcimiento de los indonesios. Disfrutaban de una vieja película de artes marciales, “la leyenda de Tutur Tinular”, dijeron (el día anterior habían visto otra que parecía la misma, “la leyenda de Saur Sepuh”). Luego subimos cuatro plantas hasta la sala de descanso de los oficiales. Alrededor de una mesa redonda, siete hombres jugaban al póquer, con apuestas tan bajas, bebiendo traguitos de agua, y haciendo tan poco ruido, bajo la supervisión del capitán y del jefe de máquinas, que parecía una asignatura más de la escuela de marina. Entonces sonó el teléfono en la estancia; una llamada procedente de la sala de máquinas, ubicada a 150 metros de allí, bajo la chimenea, en la popa del barco. Y comenzamos a echar cálculos del personal, porque no salían las cuentas. Tras estudiar una lista de miembros de la tripulación, un temblor nos recorrió las piernas: en ese instante, tres personas se encargaban de controlar y supervisar la marcha del gigante. Dos en el puente (el tercer oficial, de 26 años, y su asistente indonesio al timón), y un tercero, de 24 años, que pasaba la noche a solas junto a un motor de 12 cilindros, del tamaño de un camión cisterna, batiendo la hélice a 78 revoluciones por minuto. Cogimos una linterna y decidimos ir a visitar al autor de la llamada en la sala de máquinas.

La palabra pavor es quizá la más ajustada para describir la sensación de recorrer la pasarela de cubierta a oscuras, a un palmo de una caída de 25 metros al mar, mientras el viento golpea de forma violenta y gruñen los contenedores sobre la cabeza. Pasito a pasito nos acercamos hasta la gruesa chimenea. De una escotilla brota un haz de luz. Al atravesarla, el cuerpo comienza a latir con la cadencia de la máquina oculta en las profundidades. Los tambores suben su intensidad y se incrementa la temperatura a medida que descendemos por un laberinto de escaleras. Dos niveles más abajo se encuentra la sala de control. El ruido te deja sordo. Abrimos la puerta y saludamos con un grito. Cha Yuangdon se gira con el rostro desencajado. Cuando se recompone ofrece un café para calentar la charla. Sentado junto a una consola con pantallas y botones luminosos, dice: “¿Miedo? Quizá, si antes de venir he visto una película de terror. Mi turno empieza a las ocho y termina a medianoche. Vuelvo a las ocho de la mañana y acabo a mediodía. Entonces ya hay gente por aquí. Cuando llego, miro si todo va bien, controlo las tareas, anoto el rendimiento…”. Poco más. El buque funciona casi solo. Una maquinaria precisa. Impoluta y reluciente. Con grumos de grasa fresca todavía en las junturas. Última tecnología coreana. Fantasmagórica y solitaria. Puedes pasear por cubierta durante horas sin cruzarte con nadie.

Quien embarca con ínfulas de aventuras, aquí despierta en medio de una realidad monacal. Eso nos contó nuestro guía, Kang, que soñaba con salir de marcha por los clubes de moda europeos, conocer el mundo, vagar por las ciudades, pero enseguida se topó con una soledad abrumadora y las pastillas de Omega-3 para suplir la ausencia de pescado fresco en el menú. En su mesilla de noche descansaban libros de historia del arte del Viejo Continente y un manual de español.

La pesada rutina apenas la lograron avivar dos viejos capitanes ingleses, de humor ácido y sonrisa picada, marinos expertos en la travesía del canal de la Mancha. Embarcaron el tercer día de nuestro viaje trepando desde una lancha por una escala sin que el America detuviera el paso. Dos minutos después sorbían una taza de té en el puente y soltaban risotadas. Durante una cena en la que sus rostros rosados se iban encendiendo con el menú picante, uno de los ingleses volvió su mirada acuosa al pasado y dijo: “Yo estuve embarcado en uno de los últimos barcos de vapor, de la compañía Strick Line. Antes incluso de la navegación por satélite, cuando se izaban y arriaban los pabellones y se tocaba el silbato para saludar a los barcos, íbamos 70 tripulantes, se bebía whisky y pasabas dos semanas en cada puerto; hacías amigos, tenías una mujer. Hasta podías encargarte un traje, ¡por el amor de Dios! Aquello fue el final de los viejos tiempos. Desde aquel barco de vapor vi caer el telón mientras la mujer gorda seguía bailando en el escenario”.

Este mundo ya no le pertenece. Navegamos una era de mecánica lustrosa y desgrasada. En la que el intercambio se produce con la hipereficiencia de los procesos informáticos. Y los dueños de la mercancía vigilan la temperatura de la carga desde el salón de su casa por Internet.

Amanece en el puente en mitad de ninguna parte, rumbo al río Elba, con jirones de niebla enganchados a proa. Desde aquí veremos plataformas petrolíferas, delfines atravesando olas, pesqueros diminutos, el sol ponerse sobre nuestra estela gruesa como una pista de aterrizaje la noche antes de arribar a Hamburgo. El segundo puerto de Europa. Nuestro destino. La luz que inunda el puente es suave y pálida. De un teléfono táctil coreano, como tantos que irán a bordo, surgen las notas dulces de una flauta oriental. El capitán, el timonel y el oficial ocupan su hueco ante el cuadro de mandos. De pie y con las manos cruzadas a la espalda, miran al infinito en silencio. Como si manejaran el buque con la mente.
Fuente: el país

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